febrero 21, 2010

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Había una vez una princesa que leía a Bukowski y jugaba con hombres en vez de muñecas. Le aborrecían los vestidos de raso, le picaban y le apretaban el cuello y por eso prefería ir desnuda por su palacio.

Un día, se cogió a uno de sus soldados (cosa habitual en sus paseos nocturnos). Él, como todos los que se la habían beneficiado, se enamoró de sus carnes perfectas, de sus movimientos y de toda su exuberancia en las formas. Ella, siempre distante ante sus amantes, se prendió esta vez de ese caballero.

No fue su escasa belleza masculina, ni su limitada inteligencia viril, sino su espada, la más vigorosa de toda la corte. Era sin duda el guerrero más fuerte en todas las batallas, no por su esfuerzo, sino por sus dotes naturales. Y nada agradaba más a la princesa que un hombre que siempre alcanzara la gloria sin excepción; sin trabajo, sólo por la voluntad del señor.

Al poco de su idilio, ella decidió reclutarlo en sus aposentos, convertirlo en su esclavo y gozar en exclusiva de sus victorias. Pero él se negó.

-¿Por qué?- le preguntó con asombro a su enamorado.

-Es porque siempre vas desnuda, lees cosas extrañas y juegas con objetos inapropiados- le respondió con un poco de desprecio.

Entonces, él se marchó y la dejó llorando desconsolada, no tanto por amor a él, sino a ella misma. Cuando ya estaba lejos, él dejó brotar una lágrima.

-Te he mentido, no te quiero porque eres princesa y yo soldado- exclamó sin que nadie le oyera-. Cuando se me acaben las fuerzas para luchar ya no podré llenar tu vida y me abandonarás porque eres una mujer libre.

Sólo los hombres inteligentes quieren mujeres libres...

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