diciembre 23, 2009

Blood...

Sangro por las comisuras de mis labios. Tanto grité y grité ayer, que no sólo mi garganta se convirtió en profunda y roja, sino que la sangre dejaba rastros de un color escarlata mortecino a lo largo de mi cuello.

Cuando me vi en el espejo, la vampírica imagen que recibí a cambio se rompió en mil pedazos llevada por la ira. Dicen que da mala suerte romper espejos. Pero también los gatos negros. Y yo guardo cientos de ellos en pequeñas fotografías positivadas en blanco y negro. Y yo te guardo dentro cuando puedo. Es decir. Siempre. Aunque no deba ni quiera.

Pero entre el estómago y el hígado hay un hueco vacío y permanente que reza: aquí yacen las ganas de comer y el alcohol del desamor.

Inevitablemente tú siempre invades esa parte de mí y yo no puedo hacer nada más que rezar, juntando las manos, mirando hacia el cielo, tartamudeando una plegaria infinita que no tiene objetivo claro. Pero me reconforta estar de rodillas. Y el dolor de la carne viva junto la sangre que baja hasta mi pecho. Me reconforta que me duelas.

Eso será, siempre, signo inequívoco de que todavía estás vivo. De que todavía ellas no te han matado. Ni ellas ni tú mismo. Tirándote desde la ventana por haber intentado tocar la luna llena, a la que aúllas cuando sale victoriosa, de entre esas nubes que se empeñan en ocupar sólo tu terraza.

Hubo un asesinato cruzando la calle. Y sólo pude reconocer un par de órganos que ya se descomponían ayudados por las vibraciones en el aire de mis gritos de ayuda. No eran ni mi hígado ni mi estómago. Así que aunque exploté en mil pedazos, tu maldito lugar quedó intacto. Y mi garganta destrozada de por vida.

Pero nunca grité por la muerte. Siempre grité por ti.