marzo 12, 2010

Ayer...

Cada una de sus pestañas era como una fina y pequeña cuchilla que me cortaban el alma cada vez que sus párpados caían como sólo él sabía dejarlos caer. Le gustaba sentir dolor, pero sólo cuando nuestros cuerpos luchaban en un tête-à-tête de cuero, látex y piel. Era caprichoso, al igual que las marcas que dejaba en mi cuerpo mientras la vorágine de nervios excitados enterraba su mojigata y habitual forma de ser. Hombres...

Se ha marchado. Miro la hora: las doce del mediodía. La cabeza me da vueltas después de todo lo que bebí anoche. Los libros están esparcidos por la habitación, hay restos de ceniza. Me pregunto si volveré a verlo, y si realmente quiero hacerlo. Estoy muy mal: tengo el cuerpo dolorido y amoratado, y hay restos de sangre en las sábanas. Sé que es de los dos. Puedo olerla todavía. Me excito. Su aroma me recuerda a todo lo que pasó la noche anterior.

Miro mi desnudez en el espejo: el cabello revuelto, el tatuaje en el abdomen, la sangre reseca. Me meto en la ducha y abro el grifo. El agua hierve, irritando las heridas. Duele. El dolor me traslada a anoche, al dios castigador que me infligió tanto que me ha hecho perder el norte de mi vida. Cierro los ojos y lo veo sobre mí, mirándome y con sonrisa de loco. Es una bestia desbocada. Al encontrarnos, me miró como poseído por el mismísimo diablo, y entreabrió los labios. La siguiente vez que los entreabrió así fue para morderme el pecho estando ya sentada sobre él y herirme.

Pasó la lengua por sus labios cubiertos con mi sangre, esparciéndola. Y luego me besó, y me mordió el labio. Fue salvaje, un ritual animal donde millones de años de evolución se esfumaron triturados bajo el peso del animalismo que nos recorría. Le mordí el hombro y gritó de dolor, y de pasión. Cuanto más sufría, más se excitaba, y más me excitaba yo también. Lo abofeteé girando su rostro, y al volver a mirarme sus ojos ardían con aún más fuerza. Se lanzó sobre mí, y se sentó exhalando de un golpe los últimos restos de consciencia que le quedaban. Empezamos a movernos al unísono, violentamente. Nos mordíamos, apretábamos, y nos estrangulábamos. Cogimos sin parar. Fue salvaje.

No sabría decir si mientras duró me gustó, tengo un recuerdo enfrentado: lo más a lo que puedo asociarlo, y aún así ni de lejos se le asemeja, es lo que puedo vivir en una montaña rusa. Ahora que ya ha pasado lo único que sé es que nada volverá a ser igual.

Estoy muy excitada. Dijo que volvería pronto. Salgo de la ducha. Escucho sus llaves y miro hacia la puerta. Sonrío. Es él, y trae nutella.

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