abril 27, 2010

Despedida...


Apareció mientras rezaba hincada frente a tu imagen crucificada. Tú nunca bajaste y él me raptó mientras su lengua lasciva alababa mi oído. Me mojé, con la suavidad de su voz, con la turbiedad de sus palabras. Temblé de miedo. Sus manos se deslizaban voluptuosamente por todo mi cuerpo y me arrinconó violentamente contra el confesionario. Desvanecí entre el vigor de sus brazos. Miraba tu cruz mientras él lamía mi rostro bañado en lágrimas saladas.

Froté mi pelvis contra la sangre que hinchaba su miembro y él reaccionó llevando mis pezones a su boca, succionando de ellos profanamente. Su crueldad refinada me confundía entre espasmos de dolor y placer. No deseaba otra cosa más que ser poseída en ese mismo instante. Las velas de tu iglesia destellaron en el momento justo en que empuñó su espada flamígera conquistando el territorio húmedo de mis entrañas. Meneándose dentro de mí al ritmo de su respiración, de mí respiración, de nuestros gemidos perennes. Me mostró la eternidad de su pasión iracunda. Sus deseos de existir en los más hondo de mis cimientos, de no soltarme nunca y que tú nos vieras. Fui instrumento de su venganza y a cambió me regaló el placer de su belleza carnal y la invaluable existencia de mi conciencia: El poder sobrenatural de ser mujer y deidad.

La brevedad de cada tregua servía para que él revelara a mi oído los misterios más inaccesibles para después seducirme de nuevo con los pecados más sublimes y obscenos. Mis latidos se expandieron por todo mi ser hasta llevarme al borde de la locura. Él rozaba su lengua en mi ombligo y bajaba lentamente a beber del origen de todas mis descargas para luego embestirme una vez más, otra vez y otra vez...

Nuestras lenguas se acariciaron embriagándose del sabor de cada beso inagotable, a veces suave, a veces desgarrador y despiadado hasta dejarme los labios gastados. Nuestras siluetas se hicieron una y el contorno era trazado por destellos sutiles que nos hechizaban la piel. Su fragancia de ángel caído trastornaba mi olfato y mis pupilas dilatadas estaban llenas del reto tentador de su mirada lujuriosa. Nuestro incesante calor desnudó e hizo bailar a todas las vírgenes de tu templo. Mi pasión exacerbada se retroalimentaba de la suya hasta que ambos sucumbimos al letargo inevitable.

Desperté en la hoguera.

No rezaré, no imploraré, no aceptaré un "pacto con el Diablo" para fingir arrepentimiento ¡pues no hay pesar interno! Elegir mi combustión pública es igual de doloroso que preferir una vida de la cual ya tengo antecedentes: perseguida, humillada, despojada, sometida a las más descabelladas flagelaciones, siendo siempre el símbolo del pecado, inspiradora de temor y conspiradora contra la decencia y los dogmas ciegos de tu rebaño. No rezaré por la salvación de mi alma mientras ardo en llamas, mientras mi piel se ampolla, se desprende, se consume. No rezaré mientras mis ojos se vacían como un río de lava. No rezaré.

¿Es preciso pedirte ayuda para que vengas cuando se supone tu omnipresencia? ¿A qué huele la ofrenda de mi cuerpo mientras se quema a nombre tuyo Jesús? ¿Escuchaste el grito silencioso de mis poros calcinados? ¿Tu voluntad acaso? ¿Soy ejemplo de castigo? ¿Cuál fue mi falta? ¡Dímelo tú!

¿Por qué reprocharme así cuando tu mismo quisiste ser un repaso melancólico de mi memoria? Quédate así, como una imagen clavada en una cruz, pintada en un muro, tallada en madera, modelada en barro. Quédate en las eternas oraciones de tus fieles creyentes. Quédate en los santuarios, las capillas y las abadías erigidas para satisfacer tu alarde mesiánico.

Quédate sin saber nunca la diferencia entre el desamparado dolor que tú dejaste en mi corazón y el delicioso dolor que el Diablo dejó entre mis piernas.



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